LA IMPORTANCIA
DE LA CRISTOLOGÍA
I. La
cristología del Nuevo Testamento.
Los escritores
del NT indican quién es Jesús describiendo lo significativo de la obra que vino
a realizar, y el oficio que vino a cumplir. Entre toda la gama de descripciones
de su obra y oficio (casi siempre principalmente en términos del AT), existe
una mezcla unificada de un aspecto con otro, y un desarrollo que indica un
enriquecimiento, sin que con ello se cancele la tradición más antigua.
A. Jesús en los
Evangelios.
Se da por
sentada su humanidad (véase) en los Evangelios Sinópticos, como si a nadie se
le ocurriera ponerla en tela de juicio. Lo vemos acostado en una cuna,
creciendo, aprendiendo; lo vemos sujeto al hambre, la ansiedad, la duda, la
decepción y la sorpresa (Lc. 2:40; Mr. 2:15; 14:33; 15:34; Lc. 7:9).
Finalmente, lo vemos sujeto a la muerte y sepultura. Pero en otros lugares su
humanidad es testificada específicamente como si pudiera ser puesta en duda
(Gá. 4:4; Jn. 1:14), o descuidada su importancia (Heb. 2:9, 17; 4:15; 5:7–8;
12:2).
Además de este
énfasis en su verdadera humanidad hay, sin embargo, un énfasis en el hecho de
que aun en su humanidad él es sin pecado y totalmente diferente de los demás
hombres, y que su importancia no debe buscarse colocándolo al nivel de los
hombres más grandes, sabios o santos. El nacimiento virginal y la resurrección
son señales de que aquí tenemos algo totalmente único en la esfera de la
humanidad. Qué o quién es él, sólo puede descubrirse contrastándolo con los
demás, y esto resplandece con más claridad cuando todos están contra él. El
evento de su venida para sufrir y triunfar como hombre en nuestro medio es
absolutamente decisivo para cada individuo que él encuentra, y también para el
destino del mundo entero (Jn. 3:16–18; 10:27–28; 12:31; 16:11; 1 Jn. 3:8). En
su venida, el reino de Dios llegó (Mr. 1:15). Sus milagros son señales de que
así es (Lc. 11:20). ¡Ay de aquellos, por tanto, que interpreten mal esas
señales! (Mr. 3:22–29). Él habla y actúa con real autoridad celestial. Puede
desafiar a los hombres a entregar su vida por él (Mt. 10:39). El reino es, sin
duda, su propio reino (Mt. 16:28; Lc. 22:30). Él es aquel que, al expresar lo
que ocupa su propia mente, al mismo tiempo pronuncia la eterna y decisiva
palabra de Dios (Mt. 5:22, 28; 24:35). Su palabra realiza lo que proclama (Mt.
8:3; Mr. 11:21) tal como lo hace la palabra de Dios. El tiene aun autoridad y
poder para perdonar pecados (Mr. 2:1–12).
B. Cristo.
Su verdadero
significado sólo puede entenderse cuando se entiende la relación que tenía
hacia el pueblo en medio del cual había nacido. Dios cumple su propósito y
pacto con Israel en los acontecimientos que se ponen en marcha en su carrera
terrenal. Es aquel que viene a hacer lo que ni el pueblo del AT, ni sus representantes
ungidos—profetas, sacerdotes, y reyes—pueden hacer. Pero a ellos se les había
prometido que uno se levantaría de su propio medio que realizaría bien lo que
todos ellos no habían podido realizar. En este sentido, Jesús de Nazaret es
aquel ungido con el Espíritu y con poder (Hch. 10:38) para ser el Mesías
(véase) o Cristo (Jn. 1:41; Ro. 9:5) de su pueblo. Es el verdadero Profeta (Mr.
9:7; Lc. 13:33; Jn. 1:21; 6:14), Sacerdote (Jn. 17; Epístola a los hebreos) y
Rey (Mt. 2:2; 21:5; 27:11), como lo indican, p. ej., su bautismo (Mt. 3:13ss.)
y el uso que él hizo de Is. 61 (Lc. 4:16–22). Recibió el título de Cristo de
sus propios contemporáneos al recibir este ungimiento y al cumplir su propósito
mesiánico (Mr. 8:29), por lo cual también recibió el título de Hijo de David
(Mt. 9:27; 12:23; 15:22; cf. Lc. 1:32; Ro. 1:3; Ap. 5:5).
Pero él también
se dio a sí mismo y recibió muchos otros títulos que ayudan a iluminar el
oficio que realizó, y que son aun más decisivos en indicar quién él es. Si
comparamos las ideas mesiánicas en boga en el judaísmo con la enseñanza de
Jesús y el testimonio del NT, nos daremos cuenta que Jesús seleccionó ciertos
rasgos de la tradición mesiánica que él también enfatizó y permitió que se
cristalizaran alrededor de su persona. Hay ciertos títulos mesiánicos que él
usó para referirse a sí mismo (y que también otros usaron para hablar de él),
prefiriéndolos a otros, y que a su vez son reinterpretados en la forma como él
los usó y en la forma que los relacionó consigo mismo y unos con otros. En
parte, ésta es la razón de su «reserva mesiánica» (Mt. 8:4; 16:20; Jn. 10:24,
etc.).
C. Hijo del
Hombre.
Jesús usó el
título «Hijo del Hombre» más que ningún otro para referirse a sí mismo. Hay
pasajes en el AT donde la frase significa simplemente «hombre» (p. ej., Sal.
8:5) y algunas veces el uso de Jesús corresponde a este significado (cf. Mt.
8:20). Pero la mayoría de los contextos indican que, al usar este título, Jesús
estaba pensando en Dn. 7:13, donde «Hijo del Hombre» es una figura celestial,
tanto un individuo como también el representante ideal del pueblo de Dios. En
la tradición apocalíptica judía, este Hijo del Hombre es considerado como aquel
preexistente que vendrá al fin de los siglos como Juez, y como luz a los
gentiles (cf. Mr. 14:62). A veces Jesús usó el título cuando hizo énfasis en su
autoridad y poder (Mr. 2:10, 28; Lc. 12:19). En otras, ocasiones hizo énfasis
en su humildad y su deseo de pasar de incógnito (Mr. 10:45; 14:21; Lc. 19:10;
9:58). En el Evangelio de Juan, el título se usa en contextos que hacen énfasis
en su preexistencia, su venida al mundo en humillación, la cual esconde y
también manifiesta su gloria (Jn. 3:13s.; 6:62s.; 8:6ss.), su papel de
unificador de los cielos y la tierra (Jn. 1:51), su venida para juzgar a los
hombres y celebrar su banquete mesiánico (Jn. 5:27; 6:27).
Aunque «Hijo del
Hombre», Jesús sólo lo usa para referirse a sí mismo, en otro lugar se nos dice
su significado, especialmente en Ro. 5 y 1 Co. 15, donde Cristo es descrito
como el «hombre del cielo» o «el segundo Adán». Aquí Pablo retoma las
insinuaciones de los Evangelios Sinópticos que con la venida de Cristo ha
llegado la nueva creación (Mt. 19:3–8) en la cual su lugar debe relacionarse y
contrastarse a la vez con el de Adán en la primera creación (cf., p. ej., Mr.
1:13; Lc. 3:38). Tanto Adán como Cristo guardan una relación representativa con
toda la humanidad que está envuelta en el concepto «Hijo del Hombre». Sin
embargo, Cristo es considerado como aquel cuya identificación con toda la humanidad
es mucho más profunda y completa que la que tuvo Adán. En su acción redentora,
la salvación fue provista para toda la humanidad. Por medio de la fe todos los
hombres pueden participar de una salvación ya consumada por él. Él es también
la imagen y gloria de Dios (2 Co. 4:4, 6; Col. 1:15) que el hombre fue creado
para proyectar (1 Co. 11:7) y que los cristianos se deben apropiar al
participar en la nueva creación (Col. 3:10).
D. Siervo.
La
identificación que Jesús hace con los hombres es mostrada en pasajes que nos
recuerdan al siervo sufriente de Isaías (Mt. 12:18; Mr. 10:45; Lc. 24:26). Fue
en su experiencia bautismal donde tomó este papel (cf. Mt. 3:17 e Is. 42:1) de
sufrimientos como aquel en quien todo su pueblo está representado y que es ofrecido
por los pecados del mundo (Jn. 1:29; Is. 53). Jesús es llamado explícitamente
«el Siervo» en la predicación antigua de la iglesia (Hch. 3:13, 26; 4:27, 30),
y Pablo también pensó de él en esta forma (cf. Ro. 4:25; 5:19; 2 Co. 5:21).
En la
humillación que tuvo al identificarse con nuestra humanidad (Heb. 2:17; 4:15;
5:7; 2:9; 12:2), él asumió no sólo el papel de víctima sino también el de Sumo
Sacerdote al ofrecerse a sí mismo una vez y para siempre (Heb. 7:27; 9:12;
10:10) en una ofrenda que crea para siempre una nueva relación entre Dios y el
hombre. Su «bautismo», que él cumplió en su carrera terrenal y que terminó en
la cruz (cf. Lc. 12:50), es su auto-santificación para el oficio eterno de Sumo
Sacerdote, y en esta auto-santificación y a través de ella su pueblo fue
santificado para siempre (Jn. 17:19; Heb. 10:14).
E. Hijo de Dios.
El título «Hijo
de Dios» no es usado por Cristo tanto como «Hijo de Hombre» (aunque cf. p. ej.,
Mr. 12:6), sino que es el título que le dio la voz celestial en su bautismo y
transfiguración (Mr. 1:11; 9:7), y también Pedro en su momento de iluminación
(Mt. 16:16), e incluso los demonios (Mr. 5:7), y el centurión (Mr. 15:39).
El título «Hijo
de Dios» es mesiánico. En el AT, Israel es el «hijo» (Ex. 4:22; Os. 11:1). El
rey (Sal. 2:7; 2 S. 7:14) y posiblemente los sacerdotes (Mal. 1:6) también
reciben este título. Por tanto, al usar y reconocer este título, Jesús está
asumiendo el nombre de aquel en quien se cumplirá el verdadero destino de
Israel.
Pero el título
también señala, que en medio de toda esa tarea mesiánica, Jesús estaba
consciente de tener una filiación única en su género (cf. Mt. 11:27; Mr. 13:32;
14:36; Sal. 2:7). Esto contiene implicancias cristológicas más profundas. Él no
es simplemente un hijo sino el Hijo (Jn. 20:17). Este conocimiento (que se
revela en puntos clímax en los Evangelios Sinópticos) es para Juan el continuo
trasfondo consciente de la vida de Jesús. El Hijo y el Padre son uno (Jn. 5:19,
30; 16:32) en voluntad (4:34; 6:38; 7:28; 8:42; 13:3), en actividad (14:10) y
en dar vida eterna (10:30). El Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo
(10:38; 14:10). El Hijo, lo mismo que el Padre, tiene vida y poder vivificante
en sí mismo (5:26). El Padre ama al Hijo (3:35; 10:17; 17:23s.) y le entrega
todas las cosas en sus manos (5:35), dándole autoridad para juzgar (5:22). El
título también implica una unidad de esencia y naturaleza con el Padre,
unicidad de origen y preexistencia. (Jn. 3:16; Heb. 1:2).
F. Señor.
Aunque Pablo
también usa el título «Hijo de Dios», se refiere a Cristo con mayor frecuencia
como al «Señor» (véase). Este término no se origina con Pablo. En los
Evangelios, a Jesús se le dirige la palabra y se habla de él como el Señor (Mt.
7:21; Mr. 11:3; Lc. 6:46). Aquí el título se puede referir primariamente a su
enseñanza autoritativa (Lc. 11:1; 12:41), pero también puede tener un
significado más profundo (Mt. 8:25; Lc. 5:8). Aunque se le da este nombre con
más frecuencia después de su exaltación, él mismo citó el Sal. 110:1, y preparó
el camino para este uso (Mr. 12:35; 14:62).
Su señorío se
extiende sobre todo el curso de la historia y todos los poderes del mal (Col.
2:15; 1 Co. 2:6–8; 8:5; 15:24), y debe ser el interés dominante en la vida de
la iglesia (Ef. 6:7; 1 Co. 7:10, 25). Como Señor, él vendrá a juzgar (2 Ts.
1:7).
Aunque la obra
que hizo en el período de su humillación era también el ejercicio de su
soberanía, con todo, el título de Señor le fue conferido a Jesús con más
espontaneidad después de su resurrección y ascensión (Hch. 2:32ss.; Fil.
2:1–11). La iglesia antigua oró a él así como lo harían a Dios (Hch. 7:59s.; 1
Co. 1:2; cf. Ap. 9:14, 21; 22:16). Su nombre como Señor está relacionado en la
forma más íntima con el de Dios mismo (1 Co. 1:3; 2 Co. 1:2; cf. Ap. 17:14;
19:16; y Dt. 10:17). Las promesas y atributos del «Señor» Dios (LXX kurios) en
el AT son referidos a él (cf. Hch. 2:21 y 38; Ro. 10:3 y Joel 2:32; 1 Ts. 5:2
con Amós 5:18; Fil. 2:10s., con Is. 45:23). Se le aplica libremente a él la
fórmula y el lenguaje que se usan para Dios mismo, de manera que es difícil
decidir p. ej., en un pasaje como Ro. 9:5 si se habla del Padre o del Hijo. A
Jesús se le confiesa como «Dios» en Jn. 1:1; 1:18; 20:28; 2 Ts. 1:12; 1 Ti.
3:16; Tit. 2:13 y 2 P. 1:1.
G. Palabra.
La afirmación
«el Verbo fue hecho carne» (Jn. 1:14) relaciona a Jesús tanto con la Sabiduría
de Dios en el AT (la que tiene un carácter personal, Pr. 8) como con la ley de
Dios (Dt. 30:11–14; Is. 2:3), ya que éstas son reveladas y declaradas al ir
saliendo la Palabra (véase) por la cual Dios crea, se revela a sí mismo y
efectúa su voluntad en la historia (Sal. 33:6; Is. 55:10s.; 11:4; Ap. 1:16).
Aquí se da una íntima relación entre la palabra y el acontecimiento. El NT deja
más que aclarado que la Palabra no es un mero mensaje que se proclama sino
Cristo mismo (cf. Ef. 3:17; Col. 3:16; 1 P. 1:3 y 23; Jn. 8:31 y 15:17). Lo que
Pablo expresa en Col. 1, Juan lo expresa en su prólogo. En ambos pasajes (y en
Heb. 1:1–14) se presenta a Cristo como aquel que fue en el principio el agente
de la actividad creativa de Dios. Al dar testimonio de estos aspectos de
Jesucristo, es inevitable que el NT testifique de su preexistencia. Él ya era
«en el principio» (Jn. 1:43; Heb. 1:2–10). Su misma venida. (Lc. 12:49; Mr.
1:24; 2:17) lo envuelve en una profunda humillación de sí mismo (2 Co. 8:9;
Fil. 2:5–7) a fin de cumplir con el propósito ordenado para él desde la
fundación del mundo (Ap. 13:8). Con sus propias palabras él da este testimonio
en el Evangelio de Juan (Jn. 8:58; 17:5, 24).
Aunque la salida
del Padre no envuelve ninguna disminución de su divinidad, sin embargo hay una
subordinación del Hijo encarnado al Padre en aquella relación de amor e
igualdad que subsiste entre el Padre y el Hijo (Jn. 14:28). Porque es el Padre
el que envía al Hijo y el Hijo el que es enviado (Jn. 10:36), es el Padre el
que da y el Hijo quien recibe (Jn. 5:26), es el Padre el que ordena y el Hijo
el que pone por obra (Jn. 10:18). Cristo pertenece a Dios, quien es la Cabeza
(1 Co. 3:23; 11:13) y en el fin sujetará todas las cosas a él (1 Co. 15:28).
II. Cristología
patrística.
En el período
que siguió inmediatamente al NT, los Padres Apostólicos (90–140 d.C.) hablan
elevadamente de Cristo. Tenemos un sermón que empieza así: «Hermanos, debemos
pensar en Jesús como Dios, como el Juez de los vivos y los muertos» (2 Clem.).
Ignacio, con su énfasis en la deidad y humanidad de Cristo, puede referirse a
«la sangre de Dios». Y aun si su testimonio no llega tan alto, sin embargo, hay
un verdadero esfuerzo por combatir tanto el ebionismo (véase)—el cual toma a
Cristo como un hombre nacido en forma natural, sobre quien descendió el
Espíritu en su bautismo—, como el docetismo (véase)—que afirmaba que la
humanidad y los sufrimientos de Jesús fueron más bien aparentes que reales.
Los apologistas
(p. ej., Justino, c. 100–165 y Teófilo de Antioquía) de la generación siguiente
buscaron la forma para que el evangelio se recomendase a la gente educada y la
forma de defenderlo de los ataques de los paganos y judíos. Con todo, su
concepto del lugar de Cristo estuvo determinado más bien por las ideas filosóficas
en boga en cuanto al logos que por la revelación histórica que el evangelio
entregaba, y para ellos el cristianismo llegó a ser una nueva ley o filosofía;
y Cristo, otro Dios inferior al Dios más alto.
Pero en ese
tiempo Melitón de Sardes habló claramente de Cristo como Dios y hombre, e
Ireneo (c. 140–200), al enfrentar las pretensiones del gnosticismo, también
regresó a un punto de vista más bíblico, viendo siempre a la persona de Cristo
en íntima conexión con su obra de redención y con su revelación, en
cumplimiento de lo cual «él llegó a ser lo que somos nosotros, a fin de que él
nos hiciera ser lo que él mismo es». De esta manera, él llegó a ser la nueva
Cabeza de nuestra raza, recobrando lo que se perdió en Adán, salvándonos a
través de un proceso de «recapitulación». Al identificarse de esta forma con
nosotros, él es tanto verdadero Dios como verdadero hombre. Tertuliano (ca.
160–200) también hizo su contribución a la cristología al combatir el
gnosticismo (véase) y las varias formas de lo que llegó a conocerse como
monarquianismo (dinamismo, modalismo, sabelialismo), el cual reaccionó de
diferentes maneras en contra de la aparente adoración de Cristo como a un
segundo Dios además del Padre. Fue el primero en enseñar que el Padre y el Hijo
son de «una sola sustancia», y habló de tres personas en la Deidad.
Orígenes (c.
185–254) tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la cristología en el
Oriente. Enseñó la generación eterna del Hijo hacia el Padre y usó el término
homoouisios. Sin embargo, al mismo tiempo su complicada doctrina incluyó un
concepto de Cristo como un ser intermedio, que abarcando aquella distancia que
media entre el absoluto ser transcendente de Dios y su mundo creado. Los dos
partidos que surgieron después en la controversia arriana (que empezó c. 318)
muestran que estaban influenciados por Orígenes (véase Origenismo).
Arrio (c.
265–336) negó la posibilidad de cualquier emanación divina, o contacto con el
mundo, o cualquier distinción dentro de la deidad. Por tanto, el Verbo fue
creado de la nada antes de que existiese el tiempo. Aunque se le llama Dios no
es Dios mismo. Arrio negó que Cristo tuviese un alma humana. El Concilio de
Nicea (c. 325) condenó a Arrio insistiendo que el Hijo no sólo era simplemente
el «primogénito de toda la creación», sino que era ciertamente «de una esencia
con el Padre». En su larga lucha contra el arrianismo (véase), Atanasio
(298–373) buscó que se mantuviese la unidad de esencia entre el Padre y el Hijo
basando su argumento, no en una doctrina filosófica respecto al Logos, sino en
la naturaleza de la redención adquirida por el Verbo en la carne. Sólo Dios
mismo (tomando la naturaleza humana y muriendo y resucitando en nuestra carne)
puede llevar a cabo la redención que consiste en ser salvos del pecado, la
corrupción y la muerte, y en ser resucitados para participar de la naturaleza
de Dios mismo.
Después de Nicea
surgió la pregunta: Si Cristo es verdaderamente Dios, ¿cómo es que puede ser al
mismo tiempo hombre? Apolinario (310–390) trató de salvaguardar la unidad de la
persona del Dios-hombre negando que tuviese una humanidad completa. Supuso que
el hombre estaba compuesto de tres partes: cuerpo, alma animal o irracional, y
alma racional o intelecto (nous). En Jesús la nous humana fue reemplazada por
el Logos divino. Pero esto negaba la verdadera realidad de la humanidad de
Jesús y, por cierto, la encarnación misma y, por tanto, la salvación. La
objeción más persuasiva que surgió en contra de esta idea fue la de Gregorio
Nacianceno: «Lo no tomado es lo no salvado». Cristo debe ser verdadero hombre
como también verdadero Dios. Apolinario fue condenado en Constantinopla, 381.
¿Cómo es,
entonces, que Dios y el hombre pueden estar unidos en una misma persona? La
controversia vino a centrarse en Nestorio, Obispo de Constantinopla (m. 451),
quien rehusó dar aprobación a la frase «madre de Dios» (zeotokos) tal como se
aplica a María, la cual, decía él, no concibió a la Deidad, sino «a un hombre
que era el instrumento de la Deidad». A pesar del hecho de que Nestorio (véase
Nestorianismo) claramente afirmó de que el Dios-hombre era una sola persona,
parece que pensaba que las dos naturalezas existían una al lado de la otra, y
de tal manera diferenciadas que los sufrimientos de la humanidad no podían
atribuirse a la Deidad. Esta separación fue condenada, y Nestorio fue depuesto
en el Concilio de Efeso (431), lo que fue hecho en gran parte por la influencia
de Cirilo, quien hacía un énfasis tan marcado en la unidad de las dos
naturalezas en la persona de Cristo que se podía decir que el Verbo impasible
sufrió la muerte. Cirilo buscó evitar el apolinarismo (véase) afirmando que la
humanidad de Cristo era completa y entera, pero sin existencia independiente
(anhupostasis).
Se desarrolló
una controversia con uno de los seguidores de Cirilo, Eutico, quien afirmaba
que en el Cristo encarnado se unían las dos naturalezas en una. Esto implicaba
un punto de vista docetista de la naturaleza de Cristo y ponía en duda su
consubstancialidad con nosotros. El eutiquianismo y el nestorianismo fueron
finalmente condenados en el Concilio de Calcedonia (451), el que enseñó: Un
Cristo con dos naturalezas unidas en una persona o hipostasis, pero
permaneciendo «sin confusión, sin conversión, sin división, sin separación».
Controversias
adicionales tenían todavía que levantarse antes que la mente de la iglesia
pudiera reconciliarse en cuanto a cómo la naturaleza humana podía ciertamente
retener su humanidad completa, sin ser una subsistencia independiente. Fue
Leoncio de Bizancio el que propuso la fórmula que hizo que la mayoría estuviese
de acuerdo con la fórmula de Calcedonia. Él enseñó que la naturaleza humana de
Cristo no era una hipostasis independiente (anhupostasis) sino una
enhupostasis, esto es, tenía su subsistencia en el Logos y a través de él.
Una controversia
adicional surgió en cuanto a si las dos naturalezas indicaban que Cristo tenía
dos voluntades o centros volitivos. Primero, se inventó una fórmula que
encajara con los monotelitas, quienes afirmaban que el Dioshombre (aunque en
dos naturalezas) operaba por una energía divino-humana. Pero finalmente, a
pesar de la preferencia de Honorio (Obispo de Roma que estaba a favor de la
fórmula «una voluntad» en Cristo), la iglesia Occidental en el 649 decretó que
había «dos voluntades naturales» en Cristo, y esto se tomó como la decisión de
toda la iglesia en el Sexto Concilio Ecuménico de Constantinopla en el 680,
condenando los puntos de vista de Honorio I como herejía.
III. Desarrollo
adicional.
Los teólogos de
la Edad Media aceptaron la autoridad de la cristología patrística y dejaron que
su pensamiento y experiencia fuesen enriquecidos por Agustín (354–430), quien
hizo énfasis en la verdadera humanidad de Cristo en su obra expiatoria, en su
importancia como nuestro ejemplo en humildad, y en la experiencia mística. Pero
este énfasis sobre la humanidad de Cristo tendió a ser expresado sólo cuando él
era presentado en su pasión como aquel que mediaba entre el hombre y un Dios
distante y terrible. En su discusión más abstracta de la persona de Cristo,
había una tendencia a presentar a alguien que tenía poca participación en
nuestra verdadera humanidad. Con todo, la humanidad de Jesús vino a ser el foco
de la devoción mística en San Bernardo de Clairvaux (1091–1153), quien insistió
en la unión del alma con el Novio.
En la Reforma,
la cristología de Lutero estaba basada en Cristo como el verdadero Dios y
verdadero hombre en una unidad inseparable. Él habló del «maravilloso
intercambio» por el cual, mediante la unión de Cristo con la naturaleza humana,
su justicia viene a ser nuestra, y nuestros pecados los suyos. Rehusó tolerar
cualquier tipo de especulación sobre el Dios-hombre separado, fuera de la
persona histórica de Jesús mismo o fuera de la obra que vino a hacer y del
oficio que vino a cumplir para redimirnos. Pero Lutero enseñó que la doctrina
de la «comunicación de atributos» (communicatio idiomatum) significaba que
había una transferencia mutua de cualidades o atributos entre las naturalezas
divina y humana en Cristo, y desarrolló esta idea hasta hacerla consistir en
una mutua interpenetración de cualidades o propiedades divinas y humanas,
resultando en una verdadera mezcla de naturalezas que la cristología
calcedónica había evitado. En la ortodoxia luterana, esto llevó después a una
controversia en la que se preguntaba hasta donde la humanidad del Hijo de Dios
participa y ejercita, los atributos de la divina majestad, hasta dónde es capaz
de hacerlo, y hasta dónde Jesús usó o rehusó usar estos atributos durante su
vida terrenal.
Calvino también
aprobó las afirmaciones cristológicas ortodoxas de los concilios de la iglesia.
Enseñó que cuando el Verbo se hizo carne no suspendió ni alteró sus funciones
normales de sostenedor del universo. Encontró que las afirmaciones extremas de
la cristología luterana eran culpables de llevar una tendencia hacia la herejía
de Eutico, e insistió en que las dos naturalezas en Cristo son distintas aunque
nunca separadas. Sin embargo, en la unidad de la persona de Cristo, una
naturaleza está tan íntimamente envuelta en las actividades y acontecimientos
que tienen que ver con la otra que se puede hablar de la naturaleza humana como
si participase de los atributos divinos. La salvación es consumada no sólo por
la naturaleza divina obrando a través de la humana, sino que ciertamente es la
consumación del Jesús humano que realizó una obediencia perfecta por todos los
hombres en su propia persona (siendo la humanidad no sólo el instrumento sino
la «causa material» de la salvación). Esta salvación es llevada a cabo en el
cumplimiento del triple oficio de Profeta, Sacerdote y Rey.
Tenemos aquí una
divergencia entre la enseñanza luterana y la reformada. Los luteranos hacen
énfasis en la unión de las dos naturalezas en una comunión en la cual la
naturaleza humana es como absorbida en la naturaleza divina. Los teólogos
reformados rechazaron la idea que la naturaleza humana fuera como absorbida en
la divina; más bien, afirmaron un tipo de absorción de la naturaleza humana en
la persona divina del Hijo, en la cual se da una unión directa entre las dos
naturalezas. De esta forma, mientras se mantenía el concepto patrístico del
communicatio idiomatum, desarrollaron el concepto de communicatio operationum,
(esto es, que las propiedades de las dos naturalezas coinciden en la única
persona) a fin de hablar de una comunión activa entre las naturalezas sin
enseñar con eso una doctrina de interpenetración mutua. La importancia del
communicatio operationum está en que corrige una forma más bien estática de
hablar de la unión hipostática de la teología patrística, ya que concibe a la
persona y obra de Cristo como una unidad inseparable, afirmando en esta forma
que hay una comunión dinámica entre las naturalezas divina y la humana en
Cristo, comunión entendida en términos de su obra expiatoria y reconciliadora.
Enfatiza la unión de dos naturalezas para sus propósitos de mediación en tal
forma que esta obra procede de la única persona que es Dios hombre y por una
efectividad distintiva de ambas naturalezas. A la luz de esto, la unión hipostática
se toma como el aspecto ontológico de la acción dinámica de la reconciliación,
de tal manera que la encarnación y la expiación son esencialmente
complementarias.
Desde principios
del siglo diecinueve ha habido una tendencia a apartarse de la doctrina de
Calcedonia sobre las dos naturalezas, y esto se hace en base a que se dice que
la doctrina no tiene nada que ver con el Jesús que presentan los Evangelios, y
que además hace uso de términos ajenos tanto a la Escritura como a los modos
corrientes de expresión. Schleiermacher construyó una cristología sobre la base
de encontrar en Cristo una consciencia única y arquetípica de total dependencia
filial en el Padre. En la teología luterana hubo un desarrollo adicional
importante, en el cual se sostiene que los atributos de la humanidad de Jesús
limitan a los que pertenecen a su divinidad, según lo que se llama la teoría
«Kenótica» de Tomasio.
Según este punto
de vista, el Verbo se privó a sí mismo en la encarnación de los atributos
«externos» de omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia, aunque retuvo sus
atributos morales «esenciales». Aunque siempre permaneció Dios, cesó de existir
en forma de Dios. Aún su consciencia de sí mismo como Dios fue absorbida en el
único estado consciente despierto y creciente del Dioshombre. Ritschl también
hizo énfasis en la importancia de los atributos éticos de la persona de Cristo,
y en la importancia de no especular más allá de la revelación de Dios mostrada
en el Jesús histórico, que para nosotros tiene que poseer el valor de Dios, y
cuya perfecta naturaleza moral es tanto divina como humana. Desde el comienzo
del siglo veinte, los conceptos modernos de la personalidad y las doctrinas
científicas y filosóficas de la evolución, han capacitado a los teólogos para
producir otras variaciones en el desarrollo de la cristología del siglo
diecinueve.
En discusiones
más recientes ha habido un regreso a la doctrina de Calcedonia sobre las dos
naturalezas, particularmente como fue interpretada por la tradición reformada,
y también se ha reconocido que esta fórmula aparentemente paradójica tiene como
fin apuntar hacia el misterio de la relación de gracia sin igual, que se
establece entre lo divino y lo humano en la persona y obra del Dios-hombre. No
debemos concebir este misterio como algo aparte de la expiación, ya que más
bien es perfeccionado y realizado en la historia a través de la obra completa
del Cristo crucificado, resucitado y exaltado. Por medio del Espíritu, a la
iglesia se le concede participar en cierta medida en el misterio de la nueva
unidad de Dios y el hombre en Cristo. Esto significa que nuestra cristología es
decisiva para determinar la doctrina de la iglesia, de la Palabra y de los
Sacramentos, tal como la iglesia los usa. Nuestra cristología deberá, por cierto,
indicar la dirección en que debemos buscar la solución a todos los problemas
teológicos, cuando estemos tratando con la relación de un acontecimiento o
realidad humana con la gracia de Dios en Cristo. En este modelo cristológico
debería encontrar coherencia y unidad todo nuestro sistema teológico.
Tampoco debe
concebirse este misterio abstrayéndolo de la persona de Jesús que se nos revela
en los Evangelios dentro del contexto histórico de la vida de Israel. A la vida
y enseñanza humana del Cristo histórico debe dársele un lugar pleno en su obra
salvadora como algo esencial en su reconciliación expiatoria, y no como si
fuera algo meramente incidental o instrumental. Es en este punto donde debemos
darle la debida importancia al estudio bíblico moderno pues nos ayuda a darnos
cuenta qué clase de hombre era Jesús y, sin embargo, a ver también a este Jesús
histórico como el Cristo de la fe, el Señor, el Hijo de Dios. Por medio de un
estudio de su oficio y obra entenderemos cómo su humanidad no sólo es verdaderamente
individual, sino que es también verdaderamente representativa.
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