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jueves, 16 de febrero de 2012

EL JUICIO FINAL, ¿QUÉ ES EN REALIDAD?

El evangelio es un mensaje de esperanza, y su énfasis es positivo. Los dos temas que hemos visto hasta ahora, la venida de Cristo y la resurrección del cuerpo, son fuertes motivos de gozo y esperanza. El último tema, despues del presente capítulo, será también de caracter enfáticamente positivo: nuevos cielos y nueva tierra donde mora la justicia.

En ese contexto, el tema de juicio final y castigo eterno parece desentonar. Son enseñanzas bíblicas que a veces nos confunden, y preferiríamos evadirlas. ¿Cómo puede un Dios de amor juzgar y condenar a sus propias criaturas? ¿Cómo puede el cielo ser felicidad eterna, si a la vez sufren otros en el infierno? De hecho, ¿cómo puede haber cielo, si hay infierno?

Con todo, este tema es una clara enseñanza bíblica, enfática y repetida en muchos pasajes. Aunque nos sentimos tentados a obviarlo, es una realidad que está en la Palabra de Dios y debemos tomarla con mucha seriedad. Obedientes a 1 Pedro 3:15, también tenemos que buscar la razón bíblica, la razón lógica y la razón ética de esta esperanza.


ENSEÑANZA BIBLICA

Aunque las referencias al juicio final en el Nuevo Testamento son numerosas, hay sólo dos descripciones extensas y detalladas: Apocalipsis 20 y Mateo 25. En el primer pasaje, después de la derrota final del dragón (20:10) y la eliminación final de todo mal en el universo, aparece un gran trono blanco, ante el cual huyen la tierra y el cielo (20:11). Los muertos resucitan para ser juzgados según sus obras (20:6,12s). Para el juicio “se abrieron unos libros” (20:12), que eran como “acta notarial” de la conducta de cada persona. Esos libros, a base de las obras, aparecen frecuentemente en el AT (Dn 7:9s) y en la literatura apocalíptica. Pero aquí aparece también otro libro, “el libro de la vida” (20:12,15), que no figura en otros relatos de juicio (ni aun en el Nuevo Testamento). Este último libro nos indica que la salvación es por la fe, pero no deja de ser juicio “por la fe que obra por el amor”, representado por “los libros” de la verdadera práctica y la vida de cada cual.

Mateo 25:31-46 es un pasaje mucho más largo; de hecho, es la única descripción detallada del juicio final en todo el Nuevo Testamento. Como en otros pasajes, el juicio se describe como separación (cf. Mt 24:40s). Al igual que en Apocalipsis 20 y Daniel 7, aparece el trono del juicio, pero aquí lo ocupa el Hijo del hombre que viene en su gloria. A la diestra de su trono el Hijo del hombre pone todas la ovejas, que han servido a Cristo cuando en su nombre atendían a los más pequeños. Y a su izquierda van los cabritos, que no habían querido servir a los humildes y pobres en sus urgentes necesidades.

¿Cómo imaginamos nosotros el juicio final? ¿Qué significado tiene en nuestro pensar y vivir cristianos?. Lo más típico entre evangélicos parece ser una confianza muy tranquila y cierta apatía ante el tema: “Yo ya acepté a Cristo como mi Salvador, así que lo del juicio final lo tengo resuelto y puedo pensar en otras cosas. El juicio final es para los inconversos; no me tiene que preocupar a mí”.

Sin embargo, las enseñanzas de Jesús sobre este tema se dirigen principalmente a los creyentes, como exhortación a una vida santa y justa, consecuente con el evangelio del reino. El tema del juicio es también para nosotros los cristianos. Nos advierte: ¡qué cosa más seria es ser discípulo de este Maestro! ¡qué cosa más seria es llamarse cristiano! Si pensamos que con nuestra profesión de fe tenemos todo garantizado, el juicio final podrá sorprendernos tremendamente. como sorprendió tanto a ovejas como a cabritos en este pasaje (cf Mt 7:21-23). Nuestra respuesta más bien debe ser: “Ayúdame Señor a serte fiel en todo momento”.


Las sorpresas del juicio final

Los relatos del juicio final están llenos de sorpresas, y sobre todo Mateo 25. Veamos las sorpresas de este pasaje y del tema:

1) La primera sorpresa es que el juicio aquí resulta ser por obras y no explícitamente según la fe o la incredulidad de cada persona. Las ovejas no se describen como los que habían puesto su fe en Cristo (el mismo Hijo del Hombre que es el Juez) sino los que habían ayudado a los necesitados. De hecho, excepto por la mención del libro de la vida en Apocalipsis 20, las referencias al juicio final no mencionan la fe sino afirman que todos serán juzgados “según sus obras”. En ningún relato del juicio se pregunta. “¿Aceptaste a Cristo? ¡Adelante!. ¿No aceptaste a Cristo? ¡Afuera!”

Hay diferentes razones que pueden explicar esta característica de las descripciones del juicio final. Definitivamente no significa negar la justificación por la fe, tan enfática en todo el Nuevo Testamento. Tampoco se trata de despreciar la fe ni restarle importancia al nuevo nacimiento en Cristo. Llama la atención que el mismo Pablo, apóstol de la justificación por la fe, enseña también que “cada cual será juzgado según sus obras” (Ro 2:6-8; cf 2 Co 11:15; 1 Co 3:8,13-15; “según lo que ha hecho mientras estaba en el cuerpo”, 2 Co 5:10; seremos juzgados según la ley, Ro 2:12-16). Tanto Pablo como Santiago y Juan insisten que la fe que no obra es fe muerta, que la verdadera fe obra por el amor, y que somos salvos por la obediencia de la fe (Ro 1:1:5; 2:8; 6:17; 10:16; 15:18; 16:26). Son esas manifestaciones concretas, que pertenecen a la esencia de una fe genuina, que Dios estará buscando en el día del juicio final.

2) Nos sorprende también que el único relato extenso y detallado del juicio final menciona exclusivamente obras sociales. Eso nos dice algo. Por supuesto no excluye otros aspectos (ética individual, vida eclesial), ni tampoco desconoce la importancia de la relación personal con el Señor. Pero aquí, en este relato tan singularmente importante para nuestro tema, todos son juzgados por su atención al necesitado. Las dos mitades del pasaje (ovejas, cabritos) son estrictamente paralelas, con la única diferencia del adverbio “no” en la segunda descripción. Las ovejas practicaban la diaconía con los pobres, los cabritos no la practicaban. Y de eso dependía la diferencia entre vida eterna y muerte eterna en el juicio final.

¿De dónde vino la idea entre evangélicos que la obra social es secundaria o aún contradictoria al evangelio? ¿Será que la iglesia está llamada a ganar almas pero no preocuparse por el cuerpo? Aquí el juicio es por nuestra fidelidad en servir al necesitado. Esa es la segunda sorpresa de este pasaje.

3) Una tercera sorpresa en el pasaje es la de los mismos que son juzgados por Cristo. Parece que todos se sorprendieron por los veredictos; ninguno parece haber anticipado la decisión que le tocó. Los que salen de ovejas, de buenos, dicen “pero Señor, cuándo te vimos hambriento y desnudo? Ni nos recordamos de eso”. Ninguno dice “por supuesto, es cierto, toda la vida yo servía a los demás, eso lo comprendo bien” sino dice, “Señor, no entiendo, ¿cuándo te vi hambriento y te di arroz y frijoles?” Lo que hicieron, lo hicieron tan espontáneamente que no llevaban cuentas de sus virtudes. Estaban tan ocupados sirviendo a los más pequeños que no habían sentido ninguna virtud especial en su conducta. Y los que salieron mal preguntan lo mismo:: “Pero Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y no te dimos de comer? No recordamos ni una sola vez”. Y creo que lo dicen sinceramente. Eran insensibles. Pero el Señor sí recordaba.

4) Encuentro otra sorpresa del juicio final, aunque no en este pasaje sino en Apocalipsis.21:8. Después de haber hablado de la nueva creación, Juan pone un “pero”, una condición excluyente: los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, fornicarios, hechiceros, idólatras y mentirosos no entrarán sino irán al lago de azufre y fuego. Incluye los conocidos pecados escandalosos (asesinato, fornicación, hechicería etc) pero comienza y termina con dos que sorprenden: cobardes y mentirosos (¿quién es inocente de éstos?). ¿Por qué comienza Juan esta lista con “cobardes”? Obviamente es porque en todo su libro él está llamando a los creyentes a ser fieles hasta la muerte (2:10), resistiendo a la idolatría del imperio romano. Es probable que el término aquí se refiere a los mismos nicolaítas (2:6,14s,20). Parece que ellos eran creyentes, correctos y ortodoxos, pero cobardemente conformados al mundo. Buscban lo seguro y lo fácil pero nunca entrarán en la vida eterna.

En el día del juicio, ¿se sorprenderán algunos “evangélicos nicolaítas”, piadosos y ortodoxos pero cobardes ante los desafíos de su momento histórico? El reino de Dios no pertenece a los tímidos y cobardes; los valientes lo arrebatan por la vehemencia de sus convicciones.

Dietrich Bonhoeffer, bajo Adolfo Hitler, llegó a entender que en el juicio final Dios no iba a preguntarle sólo por su ortodoxia, su piedad, o su labor pastoral, sino por su fidelidad ante el desafío histórico del nazismo.

Para los evangélicos norte- y latinoamericanos contemporáneos, que hemos vivido todos los desafíos de revolución y represión, sueños y desilusiones, guerras (Cuba, Nicaragua, Vietnam, Golfo Pérsico, Yugoslavia), y. exagerados extremos de riqueza y miseria, podemos estar seguros de que estos temas tendrán prioridad en la agenda del juicio final. En nuestras tierras tan salpicadas por la sangre de mártires, Dios no perdonará nuestra cobardía histórica.

Estas sorpresa nos acuerdan de nuevo que nadie debe tener el tema del juicio final como causa de confianza presuntuosa y tranquila. La realidad del juicio final nos pone a todos delante del Señor. Nos obliga a examinarnos y vivir cada momento ante el ojo escrutinador del Juez amoroso pero rigurosamente justo (Heb 4:13).


Los veredictos: la muerte eterna

La enseñanza bíblica plantea bajo diversos términos y figuras dos veredictos: muerte eterna para unos (Ap 2:11; 20:6,14; Jn 5:28s; Mt 25:46) y vida eterna para otros (Jn 5:28s; Mt 25:46). Culmina así la lucha entre muerte y vida que comenzó en el Génesis. El significado de ambos es el mismo: la irreversibilidad de las opciones hechas en esta vida. Los que en vida escogieron la muerte, recibirán eternamente lo que habían escogido. Los que recibieron a Aquel que es la vida y la verdad, gozarán eternamente de lo que en vida, por la gracia de Dios, habían recibido por fe.

La muerte eterna se describe en las escrituras por diversos términos, muchos de ellos heredados del judaismo. El sheol era el concepto hebreo de la tierra de sombras de los que ya no vivían físicamente. Era un concepto muy poco definido, aunque no era lugar de castigo. El hades del Nuevo Testamento viene de la mitología griega y significa “mundo subterráneo”, mientras gehena (en hebreo) era el nombre del valle fuera de Jerusalén donde se había sacrificado niños a Moloc y donde se quemaba la basura de la ciudad. Es fácil imaginar que corrían muchos gusanos, gozándose del menú del basurero, hasta que en un momento morían por el fuego.

Mucho del lenguaje descriptivo del infierno tiene que ser figurado. Lo del gusano que no muere, no es para sacar una doctrina de la inmortalidad de los gusanos. Fuego y tinieblas son símbolos contradictorios, si se toman al pie de la letra, pero el ardor del fuego y el temor de la oscuridad son simbolismos. Un abismo sin fondo, como nos pasa a veces en las pesadillas, o el encontrarse fuera de un banquete, son otros de los muchas figuras que describen un juicio final y un veredicto de muerte.

Pablo expresa más claramente la esencia de la muerte eterna: “ellos sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts 1:9). Dos aspectos aquí nos ayudan a entender el significado de la condenación final. Primero, es separación eterna de Dios quien es nuestra vida. Precisamente los que en la tierra optaron por vivir sin Dios, recibirán como destino eterno esa opción ya hecha. Será la culminación de la alienación, del enajenamiento, que fue su misma vida (Ef 2:1-3,12). Segundo, la muerte eterna será un existir privado totalmente y para siempre de la gloria y el poder. Entre los castigos de la muerte eterna estará el eterno aburrimiento, la absoluta frustración, el fracaso total de la existencia. Y todo eso no será otra cosa sino la “finalización eternal” de lo que ellos mismos habían escogido voluntariamente.

El hecho del castigo eterno, y la contraposición de los dos veredictos, está evidente en Juan 5:28s. Además del “ya” de la vida eterna (Jn 5:24-27; los creyentes tienen ahora la vida eterna), Jesús anuncia que en el futuro todos los muertos saldrán de sus sepulcros. “Los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurreccion de condenación”. Este y muchos otros pasajes afirman más allá de toda duda la enseñanza bíblica de la perdición eterna.

Generalmente visualizamos el juicio final en los términos del Inferno de Dante o de la famosa pintura de Miguel Angel en la Capilla Sixtina de Roma. Un Cristo severo está empujando a las almas condenadas, por la fuerza contra la desesperada resistencia de ellos, a las llamas del infierno. Al lado de Jesús, los mártires le animan a vengar la sangre de ellos; María, sentada a su derecha, cubre su rostro para no mirar tanto horror.

En cambio, C.S. Lewis en su novela, El gran divorcio, da una visión muy distinta y más acertada. Según Lewis, los impíos llegan primero al infierno, un lugar árido, gris y escuálido. Después una especie de “aerobús” los lleva al cielo, donde bajan a pasear libremente. Pero el cielo no les parece para nada y prefieren el infierno. Ellos quieren ser el centro de todo, y no pueden serlo en el cielo. Los habitantes del cielo son gente que nunca les había gustado a ellos. Todo lo que buscaban, por lo que vivían, no cabe ni cuenta en el cielo. Entonces, dice Lewis, el mismo bus hace el viaje de regreso al infierno y la gente hace fila para abordarlo.

En las palabras de C. S. Lewis: “Hay al fin sólo dos tipos de personas. Los que le dicen a Dios, `hágase su voluntad’, y aquellos otros a los que Dios dice, al fin, `pues bien, hágase la voluntad de ustedes`. Todos los que están en el infierno”, dice Lewis, “lo han escogido”.


La vida eterna

La vida eterna también se describe bíblicamente por diferentes términos y metáforas: entrar en el Reino (Jn 3:5; 2 Ts 1:5), vivir en la nueva creación (Ap 21-22), reinar con Cristo (Ap 20:4; 22:5), estar con Cristo (Fil 1:23) en el Paraíso (Lc 23:43; Ap 2:7), comer del árbol de la vida (Ap:2:7; 22:2), tener vida eterna (Jn 3:16), y tener reposo (2 Ts 1:7). Curiosamente, la expresión “ir al cielo” nunca aparece en el Nuevo Testamento. Es importante también recordar que la vida eterna no es únicamente futura. Podemos señalar cinco aspectos o dimensiones de la vida eterna:

1) Los redimidos tenemos ya la vida eterna aquí y ahora. Este es un énfasis especial del cuarto evangelio: “Quien oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna (tiempo presente); y no vendrá a condenación (tiempo futuro), mas ha pasado (tiempo perfecto) de muerte a vida” (Jn 5:24). “Quien tiene al Hijo tiene (tiempo presente) la vida” (1 Jn 5:12).

2) Al morir, según la escatología tradicional, “estamos con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil 1:23). Tanto Pablo como Jesús (Lc 23:43) parecen entender el estado intermedio, entre la muerte individual y la resurrección del cuerpo, como una nueva fase de la vida eterna que comenzó antes de morir. Esa vida sigue ininterrumpida entre la muerte y la resurrección final. En lo pastoral, este aspecto es un elemento muy importante de nuestra esperanza, sobre todo en cuanto a los seres queridos ya fallecidos.

3) Según la interpretación premilenial de Apocalipsis 20, ya resucitados después de la venida de Cristo reinaremos con él durante un período amplísimo (“mil años”) sobre esta tierra, antes de que huya la vieja creación (Ap 20:11). Eso sería entonces otra fase de la “vida eterna” que Cristo nos ha dado.

4) El gran énfasis del libro del Apocalipsis cae en la resurrección del cuerpo y la nueva creación (20:4; 21:1), en que reinaremos con él por los siglos de los siglos (22:5). Contrario a la opinión más común, al final del Apocalipsis nadie sube al cielo. Dios crea nueva tierra y nuevos cielos, y la Nueva Jerusalén desciende a situarse en esa nueva creación (21:2,10; cf 3:12). Aun el mismo trono de Dios, que Juan había visto en el cielo (4:1s), ahora desciende también y se establece en la Nueva Jerusalén sobre esa nueva tierra (22:3). Podemos decir que esta vida eterna en la nueva creación es la esperanza central y fundamental de la fe cristiana.

5) En quinto lugar, otros pasajes que afirman también que “veremos al Señor como él es” (1 Jn 3:1s; 1 Co 13:12) parecen sugerir que tendremos acceso a la presencia celestial de Dios (a la que refieren pasajes como Mt 6:9) donde gozaremos la visio dei como comunión directa con el Señor. Podemos encontrar en el Jesús resucitado un posible paradigma para la correlación de esto con el cuarto aspecto descrito arriba. Durante cuarenta días Jesús se hacía presente en la tierra, como vimos en el capítulo anterior, pero también podía superar todas las limitaciones del cuerpo físico y estar presente en la gloria de su Padre. Eso podría sugerir que nosotros también podremos ocupar la nueva tierra con nuestros cuerpos resucitados (como nos describe el final del Apocalipsis) pero también hacernos presentes sin cuerpo ante Dios en el cielo (como parecen insinuar otros pasajes).

Yo creo que eso no debe excluirse. A veces por tanta celestialidad algunos dicen que ya no necesitamos el cielo. Al contrario, Juan mismo necesitaba la visión del cielo antes de contemplar las realidades terrenales (Ap 4-5). Nosotros hoy también necesitamos el cielo, necesitamos esa trascendencia divina que se plasma en la esperanza de ver a Dios cara a cara. Por eso lo ponemos como quinta dimensión de la vida eterna.


El significado teologico

1) La enseñanza del juicio final muestra la justicia perfecta de Dios. Esta realidad es indispensable para dos cosas: primero para que creamos en un Dios justo, y segundo para que el universo tenga fundamento ético. Cualquier juez que hace la vista gorda a la injusticia es un juez corrupto que alcahuetea la maldad. Dios es amor y su esencia es amor, pero su amor es justo. Dios es justo; su justicia es amorosa pero nunca floja.

Para salvarnos Dios ejecutó su justicia sobre su propio Hijo. No pudo ni quiso hacer la vista gorda al pecado, estilo borrón y cuenta nueva. Según Romanos 3.25, Dios puso a su Hijo como sacrificio, como propiciación, “para que El sea el justo y el que justifique al injusto que cree en Cristo”. O sea, Dios no habría sido “el Justo” si nos hubiera declarado justo por puro decreto. Su justicia habría fallado. Por eso murió Jesucristo en la cruz.

Hay una relación inseparable entre la justicia de Dios, la justificación por la fe, el juicio final, y la justicia hoy en América Latina. Si no creyéramos que Dios es justo, ¿por qué lucharíamos por la justicia? Si creyéramos que Adolfo Hitler y Francisco Franco y Anastasio Somoza se van a dar un gran abrazo en el más allá y decir “qué bien que nos salió todo, salimos con la nuestra”, o que Margaret Thatcher y Augusto Pinochet se sentarán tranquilamente a tomar té en la Nueva Jerusalén, ¿qué clase de Dios tendríamos?

La enseñanza bíblica del juicio final nació en un pueblo oprimido que esperaba la justicia vengativa o retributiva de Dios sobre sus opresores. Pero ese mismo pueblo se volvió opresor de sus propios pobres. Entonces el gran mensaje de Amós es que “ustedes que tan alegremente esperan el día del Señor en que Dios va a castigar a todos sus enemigos, pónganse la barba en remojo porque el día del Señor va a ser contra ustedes también”. Amós invirtió el sentido del día del Señor y del juicio. Porque Dios es justo, y nos justificó justamente, el juicio venidero será la expresión final de su justicia. Eso nos llama a luchar por su justicia aquí y ahora (cf Mt 6:33).

En filosofía, desde Platón se ha reconocido esta misma realidad. En La República, Libro II, Platón tiene una parábola que nos ayuda. Es la parábola de Giges. Era un pastorcito de ovejas, de las ovejas del rey de Lidia, y un día hubo un terremoto. La tierra se abrió y Giges entró en una cueva misteriosa. Ahí encontró un cadáver que tenía un anillo. Giges siempre había sido un hombre honorable, pero pensaba que el anillo nunca iba a servir a nadie y se lo llevó. Después estaba en una reunión y por casualidad le dio vuelta al anillo hacia adentro de su mano, y, para su propia sorpresa, se hizo invisible. ¡Era un anillo mágico! Y ahora con esa capacidad de volverse invisble al instante, Giges se convirtió en un gran ladrón. Entonces, arguye Platón, si Giges no tiene razón de portarse bien y vivir éticamente, la ética no tiene sentido ni base. Se trataría sólo de salir con lo suyo en todo lo que puede y morir lo más rico y feliz posible. Por eso tiene que haber un juicio después de la muerte, concluye Platón, puesto que la justicia no se realiza por este lado de la muerte.

Emanuel Kant decía esencialmente lo mismo, por casi las mismas razones. Aunque no se puede comprobar por “la razón pura” ninguna de las afirmaciones de la fe religiosa, sin embargo, según Kant, si vamos a creer en la moralidad tenemos que postular la inmortalidad del alma y un juicio final de la conducta humana. Son postulaciones necesarias para que la moral tenga base. De otra manera, la exigencia ética perdería toda su fuerza.

Dios es justo y vivimos en un universo de bien y de mal donde el fundamento de la realidad es la justicia y la moral. Hoy día una crisis de la naciente posmodernidad es que no hay ningún consenso en la sociedad sobre la base del bien y del mal, ni aun de la existencia del bien y del mal. Nuestra convicción del juicio final nos viene a dar un fundamento porque es la justicia de Dios en su última expresión.

2) Esta verdad nos enseña también nuestra ineludible responsabilidad ante Dios. Es una enseñanza de
responsabilidad última. La vida no va en broma ni en juego, ni mucho menos podemos jugar con Dios. Responsabilidad (del verbo “responder”) significa que tendremos que dar cuentas a Dios. Hebreos 4:12,13 aclara este tema. El pasaje comienza y termina con la misma palabra griega, logos. Primero dice que la Palabra de Dios es viva y “enérgica” y más cortante que una espada (¡y con una espada no se juega!). Pero en seguida dice que esa Palabra nos pone desnudos frente al Dios de la Palabra, quien nos exige “dar cuenta” (logos). Dios nos da su Palabra, y nos exige nuestra palabra. En efecto, el pasaje comienza con la ortodoxia (la Palabra de Dios a nosotros) pero termina con la ortopraxis (nuestra palabra de respuesta a Dios).

Dos cosas interesantes e importantes surgen de este pasaje. Parece que el versículo 12 está hablando de (o incluye necesariamente) la Palabra escrita, la Biblia, Palabra de Dios para nosotros. Pero en seguida, el v.13 nos coloca ante la Palabra viva, no sólo la Biblia sino Dios mismo en Jesucristo. El v. 12 habla de la palabra de Dios y el 13 del Dios de la palabra. Si no oímos la voz viva de Dios, no estaremos en la plenitud del sentido y propósito de la Palabra. Allí el ojo de Dios nos examina, nos desnuda y nos desenmascara, y todas las cosas están abiertas y manifiestas delante de él. En efecto, cada encuentro con la Palabra es un anticipo del juicio final. Ese es el sentido del juicio en cada momento de nuestra existencia y culmina en el juicio final.

La Palabra de Dios es viva y eficaz y nosotros tenemos que dar también nuestra “palabra” de respuesta a la palabra que nos ha dado. Somos responsables de la Palabra que nos ha dado y respondemos con la palabra nuestra de obediencia y acción. La vida es como un dialogo con Dios: Dios nos habla y nosotros respondemos, y nuestra palabra de respuesta es nuestra vida, nuestra conducta, y nuestro hablar. Entonces la enseñanza del juicio final nos señala la responsabilidad infinita en la que tenemos que vivir delante de Dios.

3) Podemos ver al juicio final como la hora de la victoria, a lo menos en tres aspectos. Podemos verlo en primer lugar como el triunfo definitivo de la justicia. El juicio final nos asegura que los que luchan por la justicia no andan tras una causa perdida. Ellos van con el Dios de la justicia, hacia la victoria segura de la justicia. Aunque no parece así hoy, y precisamente porque no parece así, esto es lo que nos da esperanza y nos sostiene en la lucha. Eso es lo que animaba a los primeros israelitas a visualizar bajo la dirección de Dios un juicio final, una hora definitiva de la justicia.

Segundo, será la victoria de la verdad: “no hay cosa oculta, que no haya de ser manifestada” (Lc 8:17). Todo engaño, todas las máscaras, que hasta la muerte de uno o hasta el fin de una época histórica pueden ser eficaces y todo el mundo las cree, no tienen futuro. El juicio final va a ser la hora de la verdad y el triunfo de la verdad. Si andamos con engaños seguimos una causa perdida, incluso engañándonos a nosotros mismos. Si creemos “las mentiras nuestras de cada día”, vamos hacia una derrota definitiva tarde o temprano. Dice una frase de una canción de Silvio Rodríguez, “lo implacable que ha de ser la verdad”. Todo cristiano tiene que ser de la verdad, en nuestras opiniones, en nuestras relaciones, en nuestra interpretación de la Biblia y del periódico. No se juega con la verdad de Dios, ni de su Palabra. Tenemos que tomarla con absoluta seriedad, y el juicio va a ser el triunfo de la verdad, la hora de la verdad.

Tercero, será el triunfo del amor eficaz (Mt 25:31-46), amor en acción, no el amor sentimental ni deshonesto sino de pan y vino y de arroz y frijoles. “Amor eficaz”era una consigna de Camilo Torres, y sigue siendo muy válida. Amor con patas, amor de mano extendida, el amor de que habla Jesús en sus relatos del juicio de las ovejas y los cabritos.

4) Además, y aunque sorprenda, el juicio final debe ser motivo de una sana tolerancia en nosotros. “No juzguéis para que no seaís juzgados”, dice Jesús (Mt 7:1). “¿Quién eres tú para juzgar a quien no es siervo tuyo”, dice Pablo (Ro 14:4). Estas cosas sombrías de la Biblia tienen su lado de luz. El pecado original parece una enseñanza muy pesimista pero nos da compasión también. Yo comparto el pecado del hermano y de la hermana, yo comparto la culpa de ese pecado también, estamos todos juntos en el mismo lío colectivo. Y la enseñanza del juicio final nos acuerda que nosotros no somos los jueces de la conducta ajena. Dios mismo deja crecer la cizaña junto con el trigo (Mt 13:28ss). Eso no justifica el pecar pero nos da más comprensión y paciencia con los demás.


Significado para la misión

En primer lugar, ¡evangelicemos! Creo que a veces profundizamos tanto que se nos olvida lo obvio y lo que antes habíamos entendido. “Conociendo, pues, el temor del Señor”, dice Pablo, hablando del tribunal de Cristo, “persuadimos a los hombres” (2 Co 5:10s). Viene un juicio final. Los que conocemos a Cristo debemos afirmar nuestra salvación con nuestra vida y estar preparados para su venida. Los que no conocen a Cristo tienen que conocerlo y nosotros debemos testificar de su nombre a todo ser humano.

En segundo lugar, recordando que el relato más extenso del juicio final tiene que ver con la vida nuestra y las obras de la fe, de esa fe que obra con amor eficaz (Gal 5:6), entonces evangelicemos con un evangelio ético, no meramente sentimental, no meramente teórico, no meramente religioso o espiritual. Nuestro evangelio debe exigir discipulado costoso, no sólo aplausos y brincos y coritos. En la gran comisión del Señor, aquel a quien corresponde toda autoridad en cielo y tierra nos envía a formar discipulos que sabrán “guardar todas las cosas” que él nos ha ordenado (Mt 28:20).

Si no se proclama a Jesús como Señor incondicional de la vida, ¿se habrá evangelizado?. Cristo no nos envía meramente a enseñar a la gente a “creer todas las doctrinas” que él nos ha enseñado, sino a llevar nuevos discípulos a sus pies para vivir cumpliendo sus mandatos. Su gran mandato es amar a Dios y al prójimo, y eso significa dar pan y agua y ropa y albergue y empleo al necesitado, en el nombre de Cristo. Evangelizar es enseñar a la gente a obedecer (“guardar”es la misma frase que se usa para cumplir los diez mandamientos). Generalmente nosotros vamos a evangelizar enseñándoles a creer todo lo que Cristo ha enseñado y resolver sus problemas personales (que son muy importantes, pero no son lo que dice Mateo 28), pero no les enseñamos a guardar todos las órdenes del Señor. En nuestra evangelización y misión el discipulado necesita esa dimensión ética o no estamos evangelizando según el mandato de Cristo.

Tercero: La evangelización misma tiene que incluir, implícitamente a lo menos, un compromiso social. Si vamos a ser juzgados por la acción social, entonces eso debe estar presente desde un principio en nuestro mensaje. No como un apéndice, no como un segundo capítulo después de un evangelio que nada tiene de responsabilidad social. Del mismo evangelio integral nacerá ya la exigencia de ese compromiso.

1 Juan 2-3 vincula, de manera muy tajante, el nuevo nacimiento y la práctica de la justicia:

Dios es justo, y todo el que hace justicia es nacido de él (2:29).

Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo... Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios... En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (3:7,10,16-18).

Son palabras muy drásticas, que sorprenden en boca del gran apóstol del amor. En efecto, el autor nos está diciendo cuatro cosas muy serias, que deben hacernos pensar profundamente:

1) Todos los que hacen justicia han nacido de Dios (por poco religiosos que
sean);
2) Todos los que no hacen justicia no han nacido de Dios (por muy religiosos
que sean);
3) Los que han nacido de Dios ponen su vida por los demás;
4) Los que han nacido de Dios comparten sus bienes; si no, no son hijos ni hijas
de Dios.

Eso corresponde muy de cerca al mensaje de Mateo 25:31-46; pero, ¿corresponde mucho al evangelio que solemos predicar hoy? En la evangelización se trata de que la gente nazca de Dios. Aquí Juan nos explicita con detalle lo que significa nacer de Dios. Parece que no todos los que dicen que han nacido de Dios, han nacido de Dios.

Cuarto y último, la visión bíblica del juicio final nos advierte contra una evangelización falsa, fácil, de una confianza presuntuosa (“ya acepté, a mi el juicio no me preocupa”). Pasajes como Mateo 25:31-46 y 7:21-23 o 1 Juan 2-3 nos advierten contra falsos métodos de evangelización. Puede haber tácticas evangelizadoras que producen muchos “acreyentados” repetidores de “Señor, Señor”, muy fieles a los cultos y quizá generosos con sus ofrendas, pero que nunca se han comprometido con la voluntad de Dios en el mundo, en la historia y en su patria. Nunca han asumido las exigencias del verdadero discipulado, de tomar la cruz y seguir al Cordero dondequiera que va por sus caminos en este mundo.

A partir de Mateo 7:13, todo el final del Sermón del Monte gira en torno a la praxis de la fe, pues si la fe no se practica no es fe ni tampoco salva. En 7:13s Jesús nos dice que la puerta al Reino es estrecha y el camino es angosto, nada fácil de entrar. Hoy día parece a veces que nuestro evangelio tiene puertas tan anchas como nuestros países, tan anchas como las entradas a nuestros grandes estadios donde uno sólo tiene que entrar con la multitud y cumplir algún ritual de “conversión”. Pero si la puerta es tan estrecha, como dice Jesús, siempre debe preocuparnos cuando es demasiado fácil y hasta popular ser cristiano, porque corremos el peligro de que no estamos siendo realmente cristianos.

Sigue Jesús en 7:15-20 a decirnos que “por sus frutos los conocereís”, y eso es precisamente el problema fatal de los que, para su gran sorpresa, quedan rechazados por el Señor (7:21-23). Tenían toda la forma externa de piadosos cristianos, confesaban una cristología muy correcta, y hasta ostentaban experiencias carismáticas (7:22), pero sus obras no eran los frutos de justicia del Reino de Dios. Y para terminar de remachar el tema, en la parábola de los dos cimientos Jesús vuelve a insistir en la práctica de la fe (7:24-29). Contrario a la interpretación popular, en esta parábola la roca firme no es Cristo (como en otros pasajes) sino la práctica de la fe. El estricto paralelismo de las dos mitades de la palabra subrayan la importancia indispensable de vivir la fe. Los que oyen la Palabra y la guardan, no caen; los que oyen la Palabra y no la guardan, sí caen. La única diferencia entre unos y otros era la práctica de la fe y la no-práctica de la misma fe.

Ese contexto aclara aun más enfáticamente el solemne mensaje de 7:21-23:

No todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día, “Señor, Señor,
¿no profetizamos en tu nombre.
y en tu nombre echamos fuera demonios,
y en tu nombre hicimos muchos milagros?”
Y entonces les declararé, “Nunca os conocí;
apartaos de mí
hacedores de maldad”.

Es obvio que estas personas llegan muy confiados ante el juicio, muy seguros de sus “credenciales evangélicas”, por decirlo así. Los visualizo con la Biblia bajo el brazo, tranquilos, esperando su turno ante el Juez. Han preparado un pequeño discursito para avisarle al Señor de sus méritos que les acreditan ampliamente para entrar al reino. Le acuerdan al Señor de su ortodoxia cristológica y, con triple repetición de “en tu nombre”, de sus experiencias carismáticas y los poderes que han ejercido. Parece que todo eso era cierto; el Señor no les niega ni contradice nada de lo que ellos dicen ni les advierte que los mentirosos no entrarán al reino de Dios. Pero él (igual que en los otros pasajes que hemos citado) está buscando otra cosa, y los condena por ser “practicantes del mal”.

En el contexto de la “religiosidad popular” de algunos sectores “evangélicos” hoy, creo que podemos captar la fuerza de este texto si lo visualizamos con más detalle, siempre fiel al sentido básico del pasaje. Entonces podríamos ampliar la escena como sigue:

Ellos: “Aquí estamos, Senor, y queremos avisarte que somos creyentes evangélicos que reconocemos tu deidad y te confesamos como Señor (tu sabes con qué entusiasmo cantábamos nuestro coro favorito, “Jesucristo es el Señor”). Y queremos acordarte que hemos profetizado, hemos exorcizado demonios, hemos hecho muchos milagros, todo en tu nombre. Así que, Señor, ¡favor de abrirnos la puerta!”.

Jesús: “Muy interesante, pero nada de eso viene al caso. Yo los ordené que guardaran todo lo que yo había mandado, y sin eso todo lo demás no vale un pito. Yo veo que no han hecho el bien que mandé y han hecho el mal que va contra mi voluntad. Así que lo siento mucho, pero váyanse de aquí, hacedores de maldad”.

Ellos: “¿Pero cómo es eso, Señor? No entendemos. ¿No recuerdas que te aceptamos como uníco y suficiente Salvador aquella noche en la campaña evangelística? Y permítenos acordarte que somos miembros en plena comuníon de una de las denominaciones evangélicas más bíblicas y ortodoxas del país (tú sabes cuál es)”.

Jesús: “Eso no me impresiona tampoco. Ya les dije, ¡váyanse de aquí!”

Ellos:(Siguen confundidos): “Pero, Señor, cumplimos todo lo que nos enseñaron y nos pedían nuestros pastores. Por cierto, ellos nos querían mucho”

Jesús: “¡No me digan! Pues entonces, tráiganme a esos pastores”.

Pastores: “Sí, Señor, ¿por qué nos has llamado? ¿En qué te pedimos servir?”

Jesús: “¿Qué es ese `evangelio’ falso y fácil, de ofertas baratas, que Ustedes han venido enseñando a esta gente? ¿No se recordaban que yo les iba a pedir cuentas de su fidelidad a mi evangelio? ¿Nunca leyeron lo que Pablo escribió al principio de su epístola a los corintios, o lo que Juan de Patmos escribió sobre los dos testigos? Yo les llamé a tomar la cruz y seguirme, para cumplir toda mi voluntad. Ni lo han hecho ni han enseñado a otros a hacerlo”.

Pastores: “Señor, no te entendemos. No ves que trabajamos muy duro por la iglesia, y predicamos un mensaje muy adaptado a nuestros tiempos. Y vieras cómo se llenaban los templos. Tampoco eran nada malas las ofrendas.”

Jesús: “Pero eso no es lo que yo les ordené. Yo les llamé a un evangelio de discipulado radical, hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte misma, no un evangelio de ofertas baratas”.

Pastores: “Pero Señor, ese mensaje de algunos radicales y extremistas nunca nos parecía a nosotros. Eso no ayudaba para nada al iglecrecimiento, porque, como seguro estarás de acuerdo, lo más importante es llenar los templos para que la iglesia crezca y sea fuerte”.

Jesús (Perdiendo ya la paciencia): “Pues, ya basta. Ustedes llenaban los templos de gente que no pasaban de decir “Señor, Señor” y cantar coros. Váyanse ustedes también de aquí, junto con ellos.”

Una antigua iglesia en Alemania tenía un letrero que debemos tomar con toda seriedad ante la realidad del juicio final. El letrero reza asi::

Me llaman Maestro y no me escuchan,
me llaman Luz y no me miran,
me llaman Camino y no me siguen,
me llaman Vida y no me viven,
me llaman Sabio y no me aprenden,
me llaman Justo y no me temen,
me llaman Señor y no me obedecen,
si yo los condeno no me reclamen.

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